Monday, July 29, 2002

Noche de perros: frío tremendo que me despierta constantemente. Al final puedo resolver el tema del frío en la mitad superior de mi cuerpo con extra camiseta y jersey de cuello alto. Ninguna solución para las piernas. Mañana. Recogemos la tienda. Desayuno: restos del pastel de tía Mildred.

Próximo objetivo: Hamburg. Allí vive Roland. Intentamos localizarlo por teléfono. Imposible. En los últimos dos días le hemos llenado de mensajes el buzón de voz, pero nunca damos con él. Llegamos tranquilamente hasta el punto donde vamos a hacer autostop. Es un sitio muy malo, donde los coches van muy rápido y apenas tienen sitio para parar. Estamos cerca del centro de Hannover. Se tragan muchos gases. Estamos una hora y media sin el más mínimo éxito. Pausa para comer. Yo no como nada porque no me apetece nada de lo que tenemos. Tampoco tengo demasiada hambre. Volvemos al mismo punto: autostop. Otra hora más de fracaso absoluto. Me canso. Nos trasladamos un poco. En este punto, por lo menos, no se respiran tantos gases, pero pasan muchos menos coches y no tienen más sitio para parar. Me canso definitivamente y hacemos un paréntesis al autostop.

Vamos al centro, al Tourist Office, a preguntar dónde está el Mitfahrzentrale y si hay alguna compañía de autocares que viaja a Hamburg. A pesar de que ya no esperamos ver a Roland, queremos ir a Hamburg; yo por curiosidad y Lu para ver la sede de Greenpeace Alemania, una de las más importantes del mundo. En realidad, Lu no ha desistido con la historia del autostop. Lu, el clásico blanco post-hippie de clase media que en su primera juventud hizo del autostop un pasatiempo y un símbolo del espíritu libre, no ha perdido la fe. Nos paramos en una librería y Lu celebra el pasaje del dedo amateur al autostop científico. Controla si hay algún sitio en la autopista donde ponerse a hacer autostop y al que se pueda llegar con relativa facilidad a pie. Lo encuentra. Me convence para hacer un último intento. Ya me veo en el camping de la Expo otra vez. El sitio en cuestión está un poco lejos: una gasolinera a la que llegamos después de coger la S-Bahn y un autobús, más 30 minutos a pie. Salir de las grandes ciudades en autostop es una pesadilla. El secreto es saber disfrutar de estar en el lugar donde estás en vez de pensar dónde podrías estar. Aunque no es fácil cuando el olor a gasolina flota a tu alrededor. Un coche se detiene y no nos enteramos. Un golpe de claxon. Me doy la vuelta. Nuestra recompensa: un BMW supersónico. Sólo han pasado 15 minutos y hay muy poca gente en esta estación de servicio. El conductor me lanza una mirada. Luego a Lu. Y nos recoge contra todo pronostico.

En el M5 con 400 caballos, la velocidad de crucero es 250 km/h. Todo un récord tanto para mi como para Lu. A esta velocidad importa poco si los cinturones de seguridad funcionan o no. Déjate llevar, me dice Lu, déjate llevar. Al principio sufro un poco, luego veo que controla bien el coche y respeta los límites de velocidad, cuando existen. Y me dejo llevar. Inconveniente: fuma. A ver si de una vez a Lu se le pasan las ganas de hacer autostop. Nuestro conductor tiene teléfono celular con manos (lo cual contribuye a subir el riesgo de tener un accidente). Es muy amable, nos deja el teléfono (sin que se lo pidiéramos, claro) para llamar a Roland, que, como era de esperar, sigue sin contestar. Le dejamos el enésimo mensaje. Su oficio es traficar con coches y millonarios. Nos comenta que los clientes españoles no le gustan mucho porque siempre quieren pagar la mitad en negro. Llegamos a las 10pm a Hamburg y este señor nos deja en un camping, después de un tour by night y by car por la ciudad. Nos deja su número de teléfono por si necesitamos ayuda. Ya sabemos que no vamos a llamarle, pase lo que pase. Cuestión de orgullo.

El camping resulta estar lleno. Intentamos contactar con unos italianos, pero nos escapan en medio de la gran oscuridad. En esas que llegan otros italianos en coche. En su mapa hay otro camping que no parece estar muy lejos. Nos ponemos a caminar. La opción de ir a un hotel descartada porque el hombre del autostop nos dijo que costaban unos 250 DM excepto el Fórmula 1, que estaba un poco más lejos y seguro que totalmente lleno. Caminamos y caminamos hacia el camping fantasma. Avanzamos varios km, con las pesadas mochilas a cuestas. Se hace bastante tarde. Preguntamos a todos los que cruzamos y nadie parece tener idea de donde está este camping exactamente, pero a todos, o casi, les suena que existe. Además hay señales en la carretera. Al final, Lu opta por plantar la tienda en un terreno sin edificar. Crisis. Me enfado mucho porque esto no debería estar ocurriendo. Me prometí una vez a mi misma, después de acampar en un parque en el centro de Toronto el primer día de nuestras vacaciones en Canadá, que nunca me volvería a sentir como un homeless. Siento mucha rabia hacia Lu, el natural-born homeless, por no ser capaz de cuidar de mi. Sólo habría hecho falta llamar al camping para saber si tenían sitio o no antes de llegar a Hamburg, pero no nos ocurrió, ¿qué le vamos a hacer? Y, de haberlo hecho, las soluciones eran pocas porque, al no disponer de una guía de Alemania y al estar cerrados los Tourist Office, tampoco podíamos conseguir los teléfonos de los youth hostels. Claro que podríamos haber consultado el listín telefónico de las cabinas, pero, al no tener mapa y ser de noche, era todo una incógnita y además perdimos mucho tiempo y energía buscando el camping fantasma. Total que plantamos la tienda en el descampado. Me siento triste y duermo llorando.